El caparazón de un alma: la música de Richard Hawley

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Alejandro Pérez
Cuentan que Jim Morrison se resistió siempre a que las canciones de los Doors se utilizaran en anuncios. Pero a veces pienso que ese uso mercantilista de la música puede quedar justificado en cierta medida. Así, por ejemplo, conocí en realidad a Richard Hawley hace relativamente poco, después de que uno de sus temas se asomara en “Exit through the gift shop”, el extravagante documental sobre Banksy, el mundo del graffitti y el negocio del arte en general. Reconozco que “Tonight the streets are ours” me hizo esperar a que acabaran los títulos de crédito y, cuando descubrí quién era su autor, me lamenté al recordar haber desaprovechado una buena oportunidad para verlo en directo, ya que actuó en Sevilla en los Territorios de 2008.

Meses después, justo cuando escribo estas líneas, aún puede encontrarse una de sus mejores canciones como fondo de un anuncio de coches (para quienes deseen investigar sólo diré que la marca es francesa).

Normalmente se suele decir que alguien hace música intemporal si suena a algo ya oído, bien cuando remite a los clásicos o bien cuando, a partir incluso de sus influencias, hace carrera dentro de un homenaje sin fin que se balancea peligrosamente sobre notas que plagian lo que la imaginación no les deja crear.

A Richard Hawley se le ha comparado en repetidas ocasiones con Roy Orbison o con diversos crooners, algunos tan inclasificables como Scott Walker, pero nadie puede acusarle simplemente de imitar a sus héroes. Los discos “Coles corner” y “Lady’s bridge” pueden traernos a la mente multitud de paisajes americanos, con arreglos cuya desnudez es similar a cierta música, llámese folk o country, pero lo cierto es que están inspirados en lugares de su ciudad natal, Sheffield.

Y, a diferencia de otros, tiene una de esas voces que parecen buscar refugio en el corazón de quien las oye con delicadeza, sin dramatismos exagerados, reduciendo a lo mínimo la sufriente épica del desamor, cambiando el tono lo justo para hacer que sintamos su melancolía como algo natural y propio. Hawley es un compositor elegante, sencillo y directo que escribe muchas veces con imágenes más que con palabras… Pienso en todo aquello que se me ocurre si pretendemos llegar a descifrar la esencia misma de lo auténtico.

Tras haber realizado discos llenos de poderosas orquestaciones, Richard Hawley quiso distanciarse de los márgenes del pop barroco en el que se le había catalogado y decidió que su siguiente obra estaría muy alejada de lo considerado popularmente como comercial. En definitiva, su objetivo era hacer un álbum muy personal y en el que no hubiera singles. Mucho más minimalista, con limitados arreglos de cuerda y teclados y sin apenas percusión, nació “Truelove’s gutter” (2009). Las canciones de su sexto disco alcanzan el grado de intimidad idóneo para tratarlo como una colección de confesiones y plegarias, la clase de espiritualidad que no necesita nombrar a Dios en cada verso para sonar profundo.

Comienza con “As the dawn breaks”, un tema que serviría magníficamente para cerrar un western crepuscular; continúa con “Open up your door”, quizá el más pop del repertorio (no desentonaría por ello en sus obras anteriores), y que alimenta hasta su clímax final la esperanza incierta de una reconciliación.

El disco se vuelve más áspero: “Ashes on the fire” cuenta cómo una carta que escribes a la persona amada se consume en el fuego de una hoguera antes de ser leída; “Remorse code”, un oscuro mantra de diez minutos con dos brillantes solos de guitarra, recrea el naufragio de una relación.

El segundo acto del disco empieza como el primero, con otra evocadora canción con ambiente de western, incluido su silbido final: “Don't get hung up in your soul” es un ruego para que no permitamos que nadie haga envejecer nuestro corazón.
Después de los ecos orquestales de “Soldier on”, un largo adiós que nunca se acaba, emerge “For your lover give some time”, mi canción preferida, una tierna promesa interpretada como si fuera una canción de cuna. Nunca el conocido argumento de “no lo volveré a hacer” sonó tan creíble en manos de una voz tan frágil. Y su perfecta continuación es el último tema del álbum, igualmente con apariencia de nana y con un mensaje claro, el de intentar parar el dolor causado. “Pero no llores”, canta Hawley, porque “te amaré hasta el fin de mis días”.

He querido reseñar este disco especialmente, pero cualquiera de los grabados por Richard Hawley merece ser descubierto como si fuera un tesoro secreto cuya belleza muy pocos conocen.

Aunque, quién sabe, con la ayuda de un anuncio, la belleza puede que esté al alcance de todos.



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