Moro, de Daniel Ruiz

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Moro
Daniel Ruiz García
Editorial Entelequia
Manuel Moya
Daniel Ruiz, digámoslo de inicio, es uno de esos novelistas que se ha ganado a pulso un puesto de preeminencia dentro de la nueva narrativa española. Novelas como Chatarra, Perrera, La canción donde ella vive o más recientemente La mano, dan fe de un autor premioso, comprometido, valiente y, por qué no decirlo, un poco tocapelotas, que se ha impuesto aplicar el radiógrafo a los conflictos humanos y colectivos derivados de una sociedad que más allá de su novelería publicitaria y su ingeniería política y económica, parece haber perdido el Norte. Lo suyo, por resumirlo mucho, es mostrarnos la sordidez del Paraíso, el cartón piedra que se esconde tras la magnificencia de estas fachadas, de ahí ese epíteto tan poco elegante de tocapelotas que antes le atribuí. Chatarra, su primera novela, nos conducía a un territorio inquietante y núbil en apariencia que sin embargo estallaba como un forúnculo podrido ante la desaparición de una chica. De pronto, sin previo aviso, el Paraíso se llenaba de excrecencias. Perrera, su siguiente incursión, indagaba en aspectos que están presentes en Moro, al presentarnos un microcosmos urbano, donde la inocencia salta por los aires ante las primeras acometidas de la realidad, en lo que podríamos entender como una simbólica expulsión del Edén. En La canción donde ella vive, su tercera novela, el punto de vista e incluso la dicción varía, y si el fraseo de sus anteriores entregas se escoraba hacia un cierto realismo expresivo, aquí prevalece el lirismo, la visión generacional a través de esos iconos musicales sobre los que toda una generación construyó su propio Paraíso. En su ya penúltima entrega, La mano, Daniel nos enfrenta a una inquietante y casi onírica fábula kafkiana, la de un hombre perdido, extraviado en un mundo crispado y sombrío, que encuentra una mano envuelta en un papel de periódico y se aferra a ella como si a través de ella, de su compañía, de su posesión, pudiera buscar la salida, la salvación.

Nos hallamos, por tanto, ante una obra a la que sin duda ya hemos de atribuir un sello personal, que se ha alejado de los senderos trillados y jaleados de nuestra última narrativa, para adentrarse en territorios complejos y acaso sombríos, de compromiso personal no sólo ante la sociedad sino ante la propia escritura. Y es que más allá de sus obsesiones, más allá de ese testimonio temporal que flota en todas sus obras, lo que prepondera en Daniel Ruiz es su gusto exquisito por la literatura de verdad, por la palabra, por el fraseo. En su obra, compromiso moral y formal se dan la mano, sin que ninguno de ellos colapse o interrumpa esa unidad, que es lo que a mi modo de ver, confiere a la obra de Daniel Ruiz, un lugar destacado entre los novelistas de su generación.

Siendo sincero, no creo que el lector de Moro necesite de más presentaciones ni circunloquios que la que su propio autor deja en las primeras páginas de este libro, que siguiendo la contraportada, bien podría entenderse “como una obra de aventuras, si no fuera porque relata comportamientos y hechos que se están produciendo en nuestra vida cotidiana y que no resultan nada complacientes”. En esas tres páginas a que aludo, su autor habla de la génesis de la obra, de la premiosa documentación que necesitó para ir dándole forma, de la inequívoca estrategia notarial con la que se enfrentó a este proyecto narrativo que dejaba poco margen para la lírica, y en algún momento nos advierte que le salió una novela más bien indigesta y poco apacible. En realidad todas las anteriores novelas de Daniel son poco apacibles y casi nada complacientes, y en eso, en su desapacibilidad, radica acaso el interés de este autor que lejos de asentarse en un cómodo conformismo, hurga en las zonas más oscuras de la conciencia y de la sociedad contemporánea, creando discursos inquietantes y desabridos no aptos para un lector que no esté dispuesto a pasarse unas horas a la intemperie de su propia conciencia.

Moro, el libro que hoy se presenta, es, cómo no, un libro desapacible y no tanto porque nos muestre la miseria que se desprende de la travesía del Estrecho y todo ese otro inframundo de estrecheces materiales y morales a las que su protagonista ha de enfrentarse, cuanto porque a lo largo de estas páginas, la sordidez del alma humana, la incapacidad de rebelión y la asunción de la ruindad, resplandecen de tal forma que uno no tiene otro remedio que tragar saliva y sentir que tiene su culo sobre una enorme y complaciente bosta. Hassan, el protagonista de esta aventura, un pobre chico tangerí que durante largas tardes de verano ha debido frecuentar el promontorio de las tumbas fenicias, desde donde ha visto azulear las magras montañas europeas, decide jugárselo todo en esa ruleta rusa en la que hemos convertido el Estrecho, con la esperanza de abrazar lo que en su imaginario y en el de tantos otros hijos del Sur no tiene otro nombre que Paraíso. Pero los peldaños que este moro asciende, dándole dentelladas al aire, no son exactamente peldaños que desde las tortuosas calles de la kashba conduzcan al cielo o al Edén soñado. No, la escalera que él toma, no es sino una escalera al Infierno, en su más cruda exactitud simbólica. Por el camino, todo un rimero de pequeñas e insolentes miserias, de malentendidos interesados, de prejuicios innombrables, de rostros devorados por la iniquidad, de hombres piadosos, de mujeres extraviadas en el lodazal que sólo aspiran ya a unas migajas de ternura, de depredadores al acecho, de explotadores y neotratantes de esclavos, de rostros tostados al sol hiriente de los invernaderos, de sicarios, de lobos, de chiringuitos varados en las dunas, de perros que ladran a los desconocidos, de luces que atraviesan como puñales la negrura, de gentes que desaparecen en el mar, de billetes manoseados, de puños que corren parejos a la degradación.

Porque el Paraíso sobre el que Hassan asienta sus manos, que no sus palabras, está construido sobre las incandescentes llamas del infierno. Las luces que este morito y tantos otros moritos debieron atisbar desde el bastión de las tumbas fenicias del Marshan, junto al imponente palacio alahuita, no procedían de ese Cielo glamouroso y divino extraído de esos anuncios donde las chicas más hermosas corren dulce y escotadamente alocadas por la playa para besarse con su exultante chicarrón junto al embarcadero. No, esas luces que tanto encandilaban a aquellos pobres moritos, que tamborileaban en sus mentes, que les guiñaban los ojos, tal vez procediesen de esos garitos últimos donde un puñado de chicas se arrodillan ante patéticos desconocidos bajo el intermitente imperio del miedo y del neón.

Una novela, pues, que nos conduce por ese otro Camino de Santiago que corre vertical y purulentamente, desde el Sur hacia el Norte, como una hedionda cicatriz que no dejara de gotear sangre y lodo sobre la moqueta europea. Sí, lleva razón su autor, Moro no es exactamente una novela apacible. Después de leerla hay que poner rumbo al frigorífico, llenar el cubilete de hielo y, con él en la mano, dirigirse al espejo para aplicar el frío en el lugar exacto donde hemos recibido los golpes.


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